Por: Mike Stone
Habían pasado apenas unas horas desde que el invierno de Iowa se cerniera con su aliento helado. Era la madrugada del 3 de febrero de 1959. La gira Winter Dance Party llevaba días castigando a sus protagonistas: tramos kilométricos bajo el frío, un autobús sin calefacción que rompía con frecuencia, músicos agotados y enfermos. Cada parada demandaba energía, pero también dejaba huellas.

Aquella noche, en el Surf Ballroom de Clear Lake, Iowa, con más de mil almas vibrando al ritmo del rock, se presentaron Buddy Holly, Ritchie Valens y J.P. “The Big Bopper” Richardson, entre otros. Los shows terminaron como muchos otros: con aplausos, risas y adrenalina. Pero algo estaba por quebrarse.
Buddy, fustigado por las terribles condiciones del transporte —el autobús fallaba una y otra vez y apenas cubría las distancias entre ciudades—, decidió cambiar el destino inmediato: contrató un avión que saldría de Mason City para alcanzar el próximo punto de la gira más rápido. La decisión no fue caprichosa, sino un acto desesperado frente al desgaste físico y al frío que calaba.
Para acomodar a los pasajeros, se impuso una lógica de azar: The Big Bopper, aquejado de gripe, pidió el asiento originalmente asignado a Waylon Jennings. Jennings se lo cedió sin rechistar. Después, Tommy Allsup y Ritchie Valens lanzaron una moneda: Valens ganó el derecho al tercer asiento disponible. El teatro de la suerte había decidido quiénes volarían esa madrugada.
Minutos después de la medianoche, el Beechcraft Bonanza despegó del aeropuerto de Mason City. Tenía capacidad para cuatro: un piloto y tres pasajeros. Holly, Valens, Richardson y el piloto Roger Peterson subieron con la prisa de quien huye de un cansancio irremediable. Pero la noche los recibió con condiciones hostiles: la visibilidad era escasa, las nubes densas, el horizonte incierto.
El avión se elevó, pero no por mucho tiempo. Al cabo de unos cinco minutos, su rumbo empezó a desestabilizarse. Los instrumentos de navegación —uno de ellos el horizonte artificial— jugaban una trampa peligrosa con el piloto: indicaban posiciones que no se correspondían con la realidad. Sin la formación adecuada para volar en esas condiciones, Peterson perdió la orientación espacial.
Cuando el Bonanza se adentró en un campo de cultivo, demasiado lejos del aeropuerto, todo se apagó. No hubo alertas ni reacciones: solo silencio, metal retorcido y cuerpos proyectados fuera del fuselaje. Holly tenía 22 años; Valens apenas 17; Richardson contaba 28; Peterson, 21. Nadie sobrevivió.
Al amanecer, el lugar del accidente despertó a los curiosos: un maizal convertido en escenario de una tragedia irreparable. La aeronave y los cuerpos fueron hallados entre restos esparcidos. La gira, como un engranaje implacable, continuó ese mismo día con los sobrevivientes, pero la música jamás volvió a ser la misma.
Con el paso de los años, el 3 de febrero de 1959 se inscribió en el imaginario como “el día que murió la música”. Fue Don McLean quien lo consagró así en su icónica canción “American Pie”, cuando evocó la pérdida no solo de tres talentos, sino de una época entera.
Hoy, en Clear Lake, el Surf Ballroom guarda memoria viva. En las cercanías del sitio del siniestro se erige un monumento: una guitarra de acero y tres discos con los nombres de los músicos caídos. Muchos, cada febrero, viajan para rendir tributo, escuchar las canciones que quedaron y sentir en cada nota ese vacío que se abrió hace décadas.











